Fievel el oso de peluche

Como la mayoría de los niños, mis padres tuvieron que escuchar en incansables ocasiones las ganas que tenía de tener un perro. “Cuando seas mayor” me repetían una y otra vez. Esperando impacientemente ese momento, un día llegó.

Era una noche fría de invierno del año 1998. Noche de sábado en casa de los abuelos. Una niña de 6 años que lloraba por el despiste de haber olvidado su oso de peluche blanco con el que acostumbraba a dormir desde que nació. 

Transcurrió la noche entre juegos de mesa, palomitas y dos hermanos que disfrutaban de estar despiertos hasta después de media noche. Esa noche, la niña no pudo compartir la parte de arriba de la litera y sueños con su oso de peluche. Le costó dormirse mucho más que otras noches, pero finalmente cayó en un profundo sueño.

Se despertó perezosa como siempre para recibir a sus padres que venían a buscarles. “Te hemos traído tu peluche y está esperándote en el coche” le dijeron. La niña echó a correr. Abrió la puerta del asiento del copiloto y allí estaba. Una bolita de pelo blanca, inmóvil, tan inmóvil hasta el punto de pensar que se trataba de un peluche y no de un sueño hecho realidad.

Aún recuerdo ese día como si fuera ayer. Aún recuerdo a Fievel como el mejor compañero de juegos y amigo fiel que mi hermano y yo pudimos tener durante nuestra infancia y adolescencia. Era protector y gruñón. Sonreía y sacaba la lengua cuando mi madre le regañaba. Nos perseguía jugando por aquel patio de mil y un escenarios. Todas las mañanas nos esperaba al final de la escalera para darnos los buenos días. Le gustaba el campo y la nieve.

Con él crecimos y descubrimos un mundo lleno de valores. Un mundo en el que el amor no entiende de especies, ni de razas, ni de colores. En el que el respeto y la tolerancia por todos los seres vivos y la naturaleza, se convierten en los principios fundamentales sobre los que gira.

Gracias a todos los animales por enseñarnos a ser mejores personas